lunes, 14 de marzo de 2011

Capítulo.1

Os traigo el primer capítulo de ALAS NEGRAS, espero que os guste :)


Capítulo.1

La muerte viste de blanco


La misma noche en la que la niebla se adentraba hasta el corazón del pueblo, el dueño de la droguería, Fernando Gutiérrez, había sido encontrado manco de ambos brazos. Un charco inmenso de sangre manchaba el suelo justo debajo de él.
Al parecer, el dueño de la tienda más grande del pueblo, había acabado con una gran cantidad de fármacos que no podían mezclarse, de lo cual, el cuerpo de policía (que en realidad consistía en dos hombres de mediana edad que recorrían el pueblo montados en un viejo 4x4 de color granate con la tapicería tan arañada que desde hacía un tiempo parecía más de otro color) habrían de deducir, tomando un chupito de anís, que la posible indigestión de medicamentos, habían llevado al viejo hombre al borde de la locura, y de este modo, de forma no conocida, se habría de haber cortado ambos brazos.
La suposición de ambos policías no llegaría a buen puerto. De hecho, no llegó a zarpar. Era evidente que un solo hombre no podía cortarse ambos brazos sin más. Pero eso no era lo más notorio, sino que, los brazos no llegarían a encontrarse jamás.
La luz de las farolas quedaba suspendida en el aire, difuminándose con la niebla. En consecuencia, una guirnalda de líquido blanquecino sobrevolaba las calles de Hebati.

-     ¡Esto no se puede consentir! – gritó Ulises, leyendo el periódico que su hija había recogido del porche.
-     ¿Qué sucede papá? – preguntó la joven muchacha, mientras se servía un poco de café en un vaso de cristal.
-     Han encontrado muerto a Fernando, y la policía no sabe qué ha podido suceder. Es vergonzoso, ¡todo este maldito pueblo lo es! Anteayer pillaban al cura Jesús teniendo relaciones con una de esas putas que siempre hay a la entrada del pueblo. ¡Este país se va a la mierda!
Irma, su hija, se sentó a la mesa, tomando un sorbo del ardiente café.
-     Son cosas que pasan, papá – Irma era una joven encantadora, rara, pero encantadora. Le gustaba vestir simple, y siempre llevaba su cabello ondulado y castaño suelto. Miró a su padre al que le ardía el cerebro. Sus ojos eran bellísimos, de color azul cristalino, eran puros y especiales, reflejaban perfectamente su personalidad.
Aquella situación la llevó a recordar un pasaje en su vida que no le resultaba nada cómodo.
Siete años atrás, una noche normal, aunque con una siniestra niebla que opacaba a la preciosa luna, su madre había muerto de forma violenta.
Acababan de volver a casa, pero a su madre se le olvidó el bolso en el portal. Entonces, cogió las llaves que había dejado ruidosamente en un centro de mesa metálico, y salió de casa.
Al bajar las escaleras, enseguida encontró su apreciado bolso en el que guardaba todo su dinero, sin contar el carnet de identidad o las caras gafas de – que se acababa de comprar.
Pero al recostarse y remangarse la falda, mientras se apartaba el flequillo de la cara, descubrió que la niebla se adentraba por los postigos de la puerta hasta el interior del portal. No pudo si no evitar que la curiosidad le obligara a abrir aquella maldita puerta para contemplar el paisaje.
Sin embargo no había paisaje que ver. La niebla lo ocultaba cómo en una cortina de humo que se abría ante sus ojos.
Hacía frío y el silencio era aterrador.
Flora mantuvo la mirada en la blanquecina niebla, y en medio de aquel tiempo inexorable, escuchó un ruido. Fue cómo el grito de una persona, una persona que debía encontrarse a cierta distancia, pues el llanto se perdió en la soledad y al llegar a ella no lo hizo más que con la fuerza de un soplo de aire helado.
Flora dejó la puerta abierta de par en par, y salió al exterior, enseguida desapareció en la niebla, apenas era capaz de distinguir sus extremidades.
Se palpó el cuerpo, y entonces sintió que algo la rozaba, se volvió bruscamente. De nuevo, algo la tocó, y ella aterrorizada buscó la luz que debía estar alumbrando el portal que la esperaba.
Agudizó la vista y pudo diferenciar una lámina de luz muy débil, corrió y corrió, y cuándo creía haberse puesto a salvo, algo la agarró de las piernas y la arrastró hasta el interior de la niebla.
Su grito llegó hasta los oídos de Irma, que al oírlo se apoyó en el alféizar de la ventana.
Flora no volvió a aparecer, lo único que dejó fue un bolso lleno de objetos que ya nunca podría volver a utilizar.

Irma se bebió de un trago el café restante, sintiendo cómo un profundo vacío oscuro que nunca podía hacer desaparecer, crecía en su estómago.
-     ¿Hoy tienes colegio? – le preguntó su padre. Él era un hombre descafeinado desde la desaparición repentina de su mujer. Desde entonces, le costaba afeitarse la barba, o simplemente salir a la calle. Pero bien sabía que lo único que podía hacer por su familia era salir adelante, y por ello se pasaba la mayor parte del día trabajando en el taller.
-     Sí, pero hoy entro más tarde, los profesores han decidido hacer huelga, y hasta las once y media no tengo que ir. – Le explicó su hija, arrancándole el periódico a su padre de las manos, no quería que lo siguiera leyendo, se ponía insoportable. Recogió su taza de café y la dejó en el fregadero, le echó un poco de agua, de modo que no se pudiera pegar la suciedad al objeto, y facilitar así su posterior limpieza.
-     Hasta la educación se va a la mierda, menos mal que tú vas por buen camino, y podrás salir de este maldito pueblo. Tienes que seguir estudiando, hija, es la única forma de poder ser alguien en el fututo.
-     Que sí papá, lo tengo muy claro.
-     Pues ale, despierta a tu hermano, que va a llegar tarde.
Irma recorrió el pasillo hasta llegar a la habitación de su hermano que era la más cercana al cuarto de baño.
Se deslizó al interior, escuchando el ruido de la puerta al abrirse a su paso. Se sentó en el borde de la cama en la que su hermano pequeño dormía con la apariencia de un ángel.
Irma sonrió para sus adentros, en ocasiones, los mejores motivos que te da la vida para seguir adelante, son pequeños e insignificantes, cómo aquella sonrisa dormilona que dibujaban los labios de su hermano.
-     Enano, despierta, que vas a llegar tarde.
Pable se estiró y bostezó un par de veces antes de abrir los ojos.
Para entonces su hermana ya levantaba la persiana, a la par que los rayos de sol entraban en la habitación.
-     Déjame dormir un ratito más…
-     No, venga, debes ducharte y vestirte, yo te iré preparando la ropa y el desayuno, pero date prisa.
-     ¿Y papá?
-     Papá ya se va, tiene que arreglar un coche para el mediodía y está muy agobiado, así que, hoy yo te llevaré al colegio. ¡Venga, prepárate!
-     Sí… ya voy.
Pablo se desnudó tirando el pijama azul de osos al suelo. Y fue directo al cuarto de baño.
Su hermana ya le había dejado la ropa que debía ponerse y la toalla preparadas y bien dobladas sobre el taburete blanco que residía justo al lado del retrete y el lavamanos.
Pablo dejó que el agua caliente le masajeara la piel, agarró un gel de olor a fresa y lo echó al agua, inmediatamente se formó una ola de espuma blanca que desbordaba la bañera y lapidaba al pequeño muchacho.
Al rato su hermana tuvo que entrar en el cuarto de baño para sacarlo a rastras, pues no parecía escuchar nada de lo que le decía.
-     ¡Te he estado llamando durante un buen rato! – le dijo.
-     No te he oído.
-     ¡Pues estarás sordo! Vístete, corre, ya tienes listo el desayuno, tenemos que salir en tres minutos.
Pablo se vistió con la pesada ayuda de su hermana, y harto disfrutó todo lo que pudo del Cola-Cado que ella le había preparado.
Antes de que pudiera dejar la taza vacía en el fregadero, Irma lo esperaba impaciente en el recibidor, con su chaqueta en las manos.
-     ¿Ya? – dijo en un suspiro ella, con la mirada perdida en ningún lugar.
-     Ajá – asintió él, se deslizó con pereza hasta ella, y se puso la chaqueta encima, el frío los esperaba afuera.
El cielo se abría en todo su esplendor, sin una sola nube que entorpeciera su belleza, y el vívido y relajado color azul que lo pintaba transmitía serenidad en una mañana que lo pedía a gritos.
No tardaron en tener a vista el edificio en el que Irma debía dejar a su hermano, es decir; el colegio de primaria, el único que se alzaba aún disponible en el pueblo.
Los demás colegios de primaria se habían cerrado por diversos problemas, uno de ellos el derrumbamiento de la estructura, y en el restante, la cantidad de ratas que lo habitaban, y que aún después de probar centenares de insecticidas, sobrevivieron y actualmente andaban campantes entre las paredes del edificio.
Por todo ello, ahora, de tres colegios de educación primaria que se habían alzado en los mejores tiempos del pueblo, sólo uno seguía adelante, y cada vez parecía más difícil mantenerlo.
El único colegio sobreviviente había sufrido un par de inundaciones sólo en el último trimestre, pues un pequeño río pasaba justo detrás de éste.
Pablo intentaba no caerse del borde de piedra de cinco centímetros que se suponía diferenciaba los jardines que con mucha alegría habían construido en el pueblo.
Estiraba los brazos, de modo que equilibraba el peso de su cuerpo.
Irma le seguía a medio metro de distancia, mirándolo en todo momento.
-     ¿Qué tal el nuevo curso? – le preguntó, intentando sacar un tema que se pudiera alargar lo suficiente como para que de donde se encontraban hasta el colegió no se formara ningún silencio más.
-     Bien, las clases son más difíciles, y encima, en la clase de Idioma Extranjero nos ha tocado una profesora que huele mucho a colonia, ¡y encima no lleva sujetador! – contestó el joven, con una mueca de repulsión en el rostro que se le había formado al hablarle a su hermana de la nueva profesora. – Todos la llaman La Cerdo.
Irma interrumpió sus propias carcajadas para preguntar por el motivo de aquel mote tan significativo.
-     ¿Por qué la llamáis así?
Pablo se bajó del pequeño desnivel de piedra, y antes de entrar en el colegio, miró a su hermana y le contestó.
-     Creemos que el motivo por el qué se echa tanto perfume es por qué no se ducha.
Un amigo de Pablo llegó justo en ese momento, e interrumpió la conversación, Irma se despidió de su hermano con la mano, riéndose mentalmente a causa del gracioso mote con el que su hermano y algunos compañeros de clase habían bautizado a la nueva profesora de inglés. 

domingo, 13 de marzo de 2011

Portada y lomo del libro

Os dejo las imágenes definitivas que formarán la portada y el lomo de la novela. Aún estoy decidiendo cómo será la contraportada.

sábado, 12 de marzo de 2011

Alas Negras: Prólogo

Este blog estará enteramente dedicado a hablar de Alas Negras. Por lo tanto, todas las noticias, y demás cosas que vayan sucediendo las iré contanto aquí. De momento os dejo el prólogo de la historia. Espero que os guste.

Prólogo

Premura


Ezequiel era el menor de tres hermanos, vivía en una modesta casa, a las afueras de la ciudad. Era un niño que se había criado sin madre, sin nadie que lo consolara cuándo se cayera al suelo y la sangre brotara de un leve arañazo, pero aunque leve, doloroso. En cambio, cada vez que se hería de alguna forma, su padre le había enseñado a tragarse los llantos, y guardar las lágrimas.
Su padre era la única persona de la que podía formarse y crecer como ser humano. Un padre que trabajaba ocho horas al día de lunes a viernes, y que mantenía a sus hijos cómo criados, pues él, el macho alfa de la manada no tenía que cocinar o hacer las camas, según él, eso era trabajo para mujeres, pues eso es para lo único que sirven.
Los sábados, Ernesto, su padre, salía con sus colegas a dar la vuelta al pueblo, visitando todos los bares de éste, y acabando con toda reserva de alcohol.
Pero eso no era lo peor, ni tener a su hermana Helena cómo chacha, o a su hermano Héctor cómo recadero. Lo peor de aquel hombre era el modo en el que llegaba los sábados por la noche, tras pasarse todo el santo día de fiesta.
Entraba en casa dando eses, gritando cómo un poseso insultando a sus hijos, ni que ellos tuvieran la culpa de su miserable existencia.
Desgranaban los primeros días de noviembre, era un sábado más, la única diferencia era que Ernesto se había tenido que quedar en casa por culpa de sus amigos, muchos estaban casados, y tenían que cumplir con las parientas, otros, debían salir a divertirse con los hijos, ¡maldita sea, ni que se hubiesen puesto de acuerdo para estar ocupados todos el mismo día!
Con lo cual, Ernesto se encontraba rabioso, iracundo. Se había apoderado del sillón, y junto a él, sobre una mesilla, descansaban la media docena de cervezas que se había trincado en poco más de una hora y media.
-     ¡Que alguien me traiga una maldita cerveza! – gritó, alzando la cabeza, echando la mirada hacia atrás, donde se situaba el pasillo. La vena azul de su cuello se hizo más visible de lo habitual, resultaba hasta repulsiva.
Al no obtener respuesta volvió a gritar.
-     ¿¡Qué coño hay que hacer en esta maldita casa para que le hagan caso a uno!?
Helena bajó rápidamente las escaleras que comunicaban los dos pisos que tenía la casa y corrió a la cocina.
-     Ya va…
Al abrir el frigorífico comprendió que no quedaban más cervezas.
-     No quedan, papá.
-     ¡Pues ve a comprarlas! – exclamó, clavó su mirada asesina en el cristal del televisor.
Helena subió las escaleras, camino al cuarto de sus dos hermanos, exclamando improperios referentes a su padre.
-     Yo no puedo ir – les explicó a los dos chicos que se divertían jugando a la consola, sentados en la cama del más pequeño, es decir, la de abajo -. Tengo que hacer una presentación para el curro.
-     Va, sigue haciendo lo que tengas que hacer, ya vamos éste y yo a por las cervezas – le contestó el mayor, parando la partida para poder mirar brevemente a su hermana, mientras revolvía el cabello del hermano.
-     Gracias…
-     ¡Mi cerveza! – exclamó el padre, con la saliva en la comisura de los labios, cómo si tuviese la rabia.
Helena desapareció tras cerrar la puerta del cuarto, dejando a los dos hermanos a solas.
-     Venga, renacuajo, espabila…
-     ¡Pero yo quiero seguir jugando!
-     Míralo de este modo, cuanto antes vayamos a comprar las cervezas del viejo antes podremos volver a casa para seguir jugando.
-     Está bien…
En menos de cinco minutos se cambiaron el pijama por ropa de calle y salieron a comprar las malditas cervezas.
-     ¿Por qué papá es así? – le preguntó Ezequiel a su hermano mayor.
-     Sabes qué desde que mamá murió como murió, él no ha vuelto a ser el mismo, se encuentra sólo, tarde o temprano se dará cuenta, y cambiará – dijo Héctor.
Ambos supieron que aquellas esperanzas o sueños nunca llegarían a cumplirse, era más probable que un rayo les cayera encima en aquel preciso instante antes de que su padre volviera a ser un hombre normal.
El invierno se encontraba a la vuelta de la esquina, y el tiempo comenzaba a hacer los cambios propios de la estación.
Los dos hermanos caminaron hasta un todo a cien que quedaba a tiro de piedra de casa.
Cruzaron varias calles, y al fin llegaron, entraron en el luminoso establecimiento. En poco menos de treinta metros cuadrados, el asiático que llevaba la tienda había formado tres pasillos repletos de comida y golosinas que poder comprar.
Héctor saludó al dependiente agachando la cabeza, y divisó el frigorífico que residía al fondo de la estancia.
Cogió a Ezequiel de la manga de su camiseta y lo arrastró hasta allí.
Abrieron la puerta, y el frío les atravesó la piel, cómo agujas.
Héctor agarró un pack de seis botellas de cristal de la cerveza que solía comprarle a su padre, y volvió al mostrador. Todo, bajo la mirada del asiático que se encontraba dando vueltas por la tienda, vigilando a todo el que entraba.
Era algo que llegaba a resultar incómodo.
Pagaron las cervezas y salieron del establecimiento.
Miraron al cielo, al ser sorprendidos por los copos de nieve que caían desde la oscuridad hacia el suelo.
-     Hace frío – comentó Ezequiel, resguardando sus manos en los bolsillos del pantalón.
-     Sí, es verdad – afirmó su hermano -. Ven, vamos a tomar un atajo para llegar antes a casa.
Ezequiel lo siguió por un callejón estrecho.
Sólo entonces se percató de que tres hombres que acababan de entrar en la tienda los miraban de manera no muy amistosa.
Caminaron por aquella estrecha calle, pero no pudieron, pues un muro lo impedía.
-     Vaya, parece que lo acaban de poner, por qué hace no mucho que vine por aquí. – Comentó el mayor.
-     Héctor… - Ezequiel intentó llamar la atención de su hermano, los hombres que les estaban mirando habían salido de la tienda y se dirigían hacia allí, aparentemente seguros de lo que hacían -. Unos hombres vienen hacia aquí.
-     ¡He tú, chaval! – gritó un hombre negro a su espalda.
Héctor se giró, y empujó a su hermano hacia un lado.
-     Escóndete – le susurró.
Ezequiel miró a los ojos de su hermano, indeciso, acto seguido reparó en los hombres que se acercaban hacia ellos, no sabía si aquello era lo correcto, pero estaba acongojado.
Ezequiel se ocultó tras un contenedor verde, o que en sus inicios había sido de aquel color, pues ahora era más bien negro, a causa de la suciedad.
Héctor desafió a los tres hombres con la mirada.
-     ¿¡Qué queréis!?
Los tres hombres iban vestidos con capas negras que sobrevolaban los tobillos de estos, a escasos centímetros del suelo.
-     A ti – dijo el que iba al mando.
-     Pues venid – les dijo Héctor, poniéndose en postura de combate.
Los tres hombres desaparecieron, o más bien fueron tan rápido que apenas se distinguió una sombra oscura.
Golpearon a Héctor, que a su vez intentó defenderse.
Pero aquellos hombres, que de sus espaldas salían alas negras cavernosas, lo dejaron cao.
Héctor cayó al suelo, y su camiseta azulada se empapó a causa de la lluvia que comenzó a caer en medio de la pelea.
Los tres hombres desaparecieron con premura.
Ezequiel salió de su escondrijo, temeroso, pues hacía segundos que no oía ni un solo ruido.
Su rostro dibujó horror al descubrir el cuerpo de su hermano yacente sobre el pavimento, sangrando por la oreja, y bajo un charco de sangre que se diluía cómo tinta a causa de la lluvia que cada vez caía con más violencia sobre él.
Ezequiel se tiró junto a su hermano, su rostro surcado por lágrimas que nunca parecían suficientes. Agarró la mano de él, y le llamó en un llanto.
No lo esperaba, pero Héctor abrió con dificultad los ojos, y mirándole, dijo sus últimas palabras.
-     Hermano, cuídate, por favor, cuídate cómo yo no he podido hacerlo. Te-te quiero.
-     ¡Héctor, Héctor! ¡No te mueras, no te muras, no puedes morirte, tú no! – la lluvia se había convertido en un aguacero.
El joven muchacho no tiró la toalla, no ¡aún no! Corrió hacia el todo a cien en el que acababan de estar, y sobresaltado, aun llorando, le explicó al dependiente todo lo que le había sucedido, pero este se hizo el sueco, negó con la cabeza, alzando las manos.
Ezequiel se mordió la lengua y salió a la calle, se topó con una mujer, que al oír su historia lo acompañó rápidamente al estrecho callejón.
Y al ver a Héctor tirado en el suelo, sangrando, la mujer sacó el teléfono móvil y llamó al 112.
Una ambulancia llegó en muy poco tiempo, de mientras la mujer intentó consolar a Ezequiel que estaba intranquilo.
Pero por mucho que los médicos lo intentaron, no se pudo hacer nada, Héctor ya había abandonado este mundo a la temprana edad de veinte años.